jueves, 4 de septiembre de 2008

Contagio.

La chica del vestido verde se giró hacia el deportivo rojo cuando pasó zumbando por su lado con sus cientos de vátios de música electronica escapándose por las ventanillas bajadas. Iba caminando despacio, posiblemente sin ningún rumbo determinado. Cuando volvió la vista al frente cambió su expresión y continuó su paseo canturreando alguna alegre canción guardada en su memoria. Un niño se cruzó en su camino, llevaba las manos y la cara manchadas de algodón de azúcar. Al oir a la chica el niño se puso a silbar otra canción, una de esas canciones de campamento que conocen todos los niños; y continuó calle arriba. Mi nueva vecina, una niña rubia de pelo liso de unos ocho años se asomó al balcón a mirar quién pasaba por debajo. No parecía conocer al niño porque no le dijo nada y perdió el interés en él muy rápido. Sin embargo, volvió la cara hacia mi lado y me saludó con una espléndida sonrisa y un "hola" muy cantarín. La saludé mientras seguía tendiendo la colada, le pregunté su nombre y debió entrarle la vergüenza porque se escabulló a toda velocidad mientras tarareaba algo para disimular.
Sonreí; entré al comedor y subí Portishead.